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La noche de anoche

Anoche lloré en una sala de cine.  Y no me refiero a un llantito silencioso, o a esas reverberancias en los lacrimales que ocurren cuando en medio de un relato uno roza sorpresivamente la empatía profunda por un microsegundo y, como quien hace destellar una lamparita al acercar el cable de cobre de un polo a una pila cerrando un circuito, se suelta una gota concreta: estoy hablando de haber sollozado, casi ininterrumpidamente, durante dos horas y cuarto. Con hipo y con mocos, reprimiendo el volumen, haciendo ejercicios para poder seguir respirando. Fue un llanto desconsolado, que me brotaba geiser de a borbotones como un vómito y no podía frenar de ninguna forma. Matías, al lado, a quien apenas me animaba a mirar, mantenía la vista fija en la pantalla de la sala 7 del Abasto de lunes segunda noche, donde compartíamos el espacio sólo con otras tres personas que afortunadamente estaban ubicadas unas cuantas filas más arriba y a quienes espero no haber molestado demasiado. Fuimos