Racconto B.
Partamos de la base de que toda relación como hecho en sí, único y abarcable, es una mentira absoluta (Siempre viene bien romper con algún mito antes de contar una idea). Existe, como en el triángulo peirciano, una cadena semiológica que genera infinitud de puntos de vista tanto o más certeros y reales que el rótulo que suele ponerse; cosas que están en lugar de otras para ser interpretadas una y otra y otra vez.
Por ejemplo, a mis veinte recién cumplidos yo estaba seguro de estar por primera vez enamorado de alguien de mi mismo sexo, B., y también estaba igual de seguro de que B., aunque se hiciese el duro, en realidad tenía algo especial para conmigo. En mi conjunto de percepciones atormentadas por exceso de testosterona mal aprovechada, yo no era solamente para él el pibe straight del grupo de putos y tortas amigos que se había agarrado en el novedoso túnel del megaboliche AMK por diversión alguna vez aislada. No, B. no sólo no estaba enamorado de su novio (igual de lindo, igual de inalcanzable que él) sino que además estaba esperando inconcientemente que un chico decidido por fin a salir del placard que lo había mantenido en las catacumbas del mundo gay por un año o un poco más, viniera a llenar su vacío de rasgos perfectos, piel bronceada, y cierta bohemia de chico Levi’s.
Y esa era una relación para mí, toda una relación. Y me sentaba tarde tras noche en el bar de Palermo en el que él trabajaba de mozo, a la salida del rodaje, con mi notebook del laburo y mis Notas de Producción tan importantes (cargar las baterías de los handies, comprar dos conos de tránsito para reponer los robados, cuidar que el catering arme a la hora correcta y que no falte Coca Light) solamente para esperar que su amor por mí decantara. Qué extraña esa seguridad del enamorado que considera que la insistencia es una buena estrategia. Hasta que B. uno de esos días se despertó piadosamente tajante, y me explicó de un modo no muy cuidadoso que era preferible que me dejara de romper las pelotas, que él tenía un novio y que yo lo conocía, que mejor me buscara otro bar o las cosas se iban a poner menos amables. Y que no, que en copas sueltas no había otro vino que el Trapiche Malbec. Me acuerdo de esa sensación perfectamente: sentado en la mesa lo miraba a él y me parecía enorme, y yo por contraposición no pude menos que sentirme chiquito, muy chiquito y pocacosa. Un bajón.
Ahí justo vino lo demás, todo junto y en dos cauces. Por un lado, el sorpresivo estrellato de B., su primer protagónico con cara de afiche por la puta ciudad entera, su estoy en todas partes pero no me ves en ninguna (sólo en la pantalla grande), su viaje al festival de LA, su me quedo allá y sigo viajando. Y por el otro, mi decisión de dejar mi noviazgo heterosexual de cuatro años con promesa de casamiento en Barcelona, enterarme que mi viejo se iba de casa de golpe, de la nada tras veintilargos años de feliz? vida de casado, otra película a continuación de la que había terminado, el comienzo de mi vida gay abierta y sexo del bueno por todas partes... y la figura de B. que nunca llegó a diluirse, que solamente se esfumó, desapareció. Pero no fue sepultada por la avalancha de eventos que se me caían encima en efecto dominó. No, subió y se escapó por arriba, ahí por la hendija del techo. Y repensándolo mejor no fue todo efecto dominó. Unas cuantas fichas cayeron juntas por casualidad, o quizás me las merecía, no sé bien lo qué.
Entonces, volviendo a mi pequeña hipótesis, eso fue una relación y no lo fue. Lo fue para mis veinte de aparato afiebrado, no lo fue para los veintitres cool de B., y tampoco lo fue para mis (hoy creo, claro, veremos qué pasa de acá a cinco) un poco más sensatos veintisiete. Pero sin embargo he aquí el meollo de la cosa en serio: cuando una imagen es tan fuerte a nivel cojonal y se corta de golpe... esa sensación queda archivada y no evoluciona. Se queda ahí, no se resuelve, archivada y lacrada, aunque lista para salir cuando se la llame.
Y por un momento cuando alguien me dijo “viste quién cayó de Londres por unos días” en la Brandon del viernes pasado (Sí, la música reflotó, Carla Tintoré sigue estando muy atinada) e inmediatamente reconocí la estampa yeimsdinesca de B. de espaldas contraluz, apoyado en la barra… me acerqué trago en mano y lo saludé ya sin amor afiebrado, para nada. Pero lo saludé desde los cinco centímetros y medio que medía esa tarde del orto en el Bar Spirit casi siete años atrás, tal como lo había dejado. Sin el sentimiento, pero con la sensación.
Después nos abrazamos, hablamos dos boludeces de borracho, le presenté a Matías y bailamos un rato bien largo en nuestro grupo grande y heterogéneo, como cuando nos conocimos en el Brandon que empezaba en Córdoba y Gascón los miércoles a la noche. Se fueron equilibrando y actualizando las cosas con el trajín de la velada. Ya para el final del último set con la pista semivacía, cuando me fui con Mati a su casa y lo fui a saludar a B. de nuevo (Che, qué bueno verte man, lo mismo digo), estoy casi seguro de que medíamos lo mismo, o a lo sumo me llevaría los diez centímetros que siempre me llevó. Es que el hijo de puta sigue estando igual de lindo, pero qué hijo de puta.
Por ejemplo, a mis veinte recién cumplidos yo estaba seguro de estar por primera vez enamorado de alguien de mi mismo sexo, B., y también estaba igual de seguro de que B., aunque se hiciese el duro, en realidad tenía algo especial para conmigo. En mi conjunto de percepciones atormentadas por exceso de testosterona mal aprovechada, yo no era solamente para él el pibe straight del grupo de putos y tortas amigos que se había agarrado en el novedoso túnel del megaboliche AMK por diversión alguna vez aislada. No, B. no sólo no estaba enamorado de su novio (igual de lindo, igual de inalcanzable que él) sino que además estaba esperando inconcientemente que un chico decidido por fin a salir del placard que lo había mantenido en las catacumbas del mundo gay por un año o un poco más, viniera a llenar su vacío de rasgos perfectos, piel bronceada, y cierta bohemia de chico Levi’s.
Y esa era una relación para mí, toda una relación. Y me sentaba tarde tras noche en el bar de Palermo en el que él trabajaba de mozo, a la salida del rodaje, con mi notebook del laburo y mis Notas de Producción tan importantes (cargar las baterías de los handies, comprar dos conos de tránsito para reponer los robados, cuidar que el catering arme a la hora correcta y que no falte Coca Light) solamente para esperar que su amor por mí decantara. Qué extraña esa seguridad del enamorado que considera que la insistencia es una buena estrategia. Hasta que B. uno de esos días se despertó piadosamente tajante, y me explicó de un modo no muy cuidadoso que era preferible que me dejara de romper las pelotas, que él tenía un novio y que yo lo conocía, que mejor me buscara otro bar o las cosas se iban a poner menos amables. Y que no, que en copas sueltas no había otro vino que el Trapiche Malbec. Me acuerdo de esa sensación perfectamente: sentado en la mesa lo miraba a él y me parecía enorme, y yo por contraposición no pude menos que sentirme chiquito, muy chiquito y pocacosa. Un bajón.
Ahí justo vino lo demás, todo junto y en dos cauces. Por un lado, el sorpresivo estrellato de B., su primer protagónico con cara de afiche por la puta ciudad entera, su estoy en todas partes pero no me ves en ninguna (sólo en la pantalla grande), su viaje al festival de LA, su me quedo allá y sigo viajando. Y por el otro, mi decisión de dejar mi noviazgo heterosexual de cuatro años con promesa de casamiento en Barcelona, enterarme que mi viejo se iba de casa de golpe, de la nada tras veintilargos años de feliz? vida de casado, otra película a continuación de la que había terminado, el comienzo de mi vida gay abierta y sexo del bueno por todas partes... y la figura de B. que nunca llegó a diluirse, que solamente se esfumó, desapareció. Pero no fue sepultada por la avalancha de eventos que se me caían encima en efecto dominó. No, subió y se escapó por arriba, ahí por la hendija del techo. Y repensándolo mejor no fue todo efecto dominó. Unas cuantas fichas cayeron juntas por casualidad, o quizás me las merecía, no sé bien lo qué.
Entonces, volviendo a mi pequeña hipótesis, eso fue una relación y no lo fue. Lo fue para mis veinte de aparato afiebrado, no lo fue para los veintitres cool de B., y tampoco lo fue para mis (hoy creo, claro, veremos qué pasa de acá a cinco) un poco más sensatos veintisiete. Pero sin embargo he aquí el meollo de la cosa en serio: cuando una imagen es tan fuerte a nivel cojonal y se corta de golpe... esa sensación queda archivada y no evoluciona. Se queda ahí, no se resuelve, archivada y lacrada, aunque lista para salir cuando se la llame.
Y por un momento cuando alguien me dijo “viste quién cayó de Londres por unos días” en la Brandon del viernes pasado (Sí, la música reflotó, Carla Tintoré sigue estando muy atinada) e inmediatamente reconocí la estampa yeimsdinesca de B. de espaldas contraluz, apoyado en la barra… me acerqué trago en mano y lo saludé ya sin amor afiebrado, para nada. Pero lo saludé desde los cinco centímetros y medio que medía esa tarde del orto en el Bar Spirit casi siete años atrás, tal como lo había dejado. Sin el sentimiento, pero con la sensación.
Después nos abrazamos, hablamos dos boludeces de borracho, le presenté a Matías y bailamos un rato bien largo en nuestro grupo grande y heterogéneo, como cuando nos conocimos en el Brandon que empezaba en Córdoba y Gascón los miércoles a la noche. Se fueron equilibrando y actualizando las cosas con el trajín de la velada. Ya para el final del último set con la pista semivacía, cuando me fui con Mati a su casa y lo fui a saludar a B. de nuevo (Che, qué bueno verte man, lo mismo digo), estoy casi seguro de que medíamos lo mismo, o a lo sumo me llevaría los diez centímetros que siempre me llevó. Es que el hijo de puta sigue estando igual de lindo, pero qué hijo de puta.
Comentarios
Yo guardo un buen recuerdo de mis relaciones, no me gusta guardar rencores, es al pedo...
En definitiva este tal B. (me muero por saber bien el nombre) es quien te hizo re plantearte muchas cosas en la vida y por ello quizás se convirtio en una de esas grandes figuras / amores que tanto nos hacen bien y mal al mismo tiempo.
Un abrazo.
Selden
Pablo, t escribí un mail a la dire que aparece aca, te llego?..sino, escribime..
un abrazo!!
Eso sí, la última vez que lo ví, después de unos 4 años, me encargué de estar 10 cm más arriba - y no, no me refiero a *on top*
*CONOCIDO
Boy Olmi, ¡Obvio!
Jaaa.
Linda tu historia. La parte de cuando él estalló y tú te fuiste haciendo cada vez más pequeño ,me recordó cuando el sr. Rajuela regañaba a Pedro Picapiedra y él quedaba del tamaño de un guisante.
Saludos a todos.
saludos de mexico. ya ven!
Y me gusta, porque hay "algo" que hace que tenga muchas ganas de leerte.
Gracias por pasar por allá.
Efectivamente, hoy es mejor.
Abrazo.
Saludos desde México!
De todas maneras no creo que sea muy difícil resolver imágenes, en tanto y en cuanto estemos dispuestos a revolver toda la mierda que sea necesario y llorar todo lo que tengamos que llorar, para, al menos, desterrar esas imágenes del dolor y dejarlas relegadas solamente al plano de la razón/olvido. No es bueno re-sentir historias.
Muy buenos escritos che, saludos serranos
me copó mucho la analogía de la altura, el atractivo del amor no correspondido. además me pasa que siento que hoy seguro seguro me daría bola, que ahora soy esto mejor o aquello para ofrecer que antes no tenía, cuando hubiera dado todo... y ahora no me interesa, no la iría a buscar ni la llamaría para su cumpleaños, no me interesa.
eso si, me vua tener que tapar el tatoo algún día...
A mi me pasó lo mismo con una colorada con la que me enganché muchísimo. Estuve un año pensando en ella, y cuando ya no pasaba nada, en un mail le digo che a mi me pasaba esto y lo otro, y a mi me parece que vos no quisiste engancharte; la muy turra me dice, ay, yo ni me di cuenta, pero se que no era así.
En general las relaciones se miden en diferente escala, y justamente, cuando esas dos escalas coinciden es cuando pasan cosas y de las buenas.
Un abrazo