La noche de anoche

Anoche lloré en una sala de cine. 

Y no me refiero a un llantito silencioso, o a esas reverberancias en los lacrimales que ocurren cuando en medio de un relato uno roza sorpresivamente la empatía profunda por un microsegundo y, como quien hace destellar una lamparita al acercar el cable de cobre de un polo a una pila cerrando un circuito, se suelta una gota concreta: estoy hablando de haber sollozado, casi ininterrumpidamente, durante dos horas y cuarto. Con hipo y con mocos, reprimiendo el volumen, haciendo ejercicios para poder seguir respirando. Fue un llanto desconsolado, que me brotaba geiser de a borbotones como un vómito y no podía frenar de ninguna forma. Matías, al lado, a quien apenas me animaba a mirar, mantenía la vista fija en la pantalla de la sala 7 del Abasto de lunes segunda noche, donde compartíamos el espacio sólo con otras tres personas que afortunadamente estaban ubicadas unas cuantas filas más arriba y a quienes espero no haber molestado demasiado.

Fuimos a ver La Noche de 12 Años. La coproducción uruguayo-argentina que cuenta la historia del encierro y calvario de tres guerrilleros tupamaros célebres (Eleuterio Fernández Ruidobro, Pepe Mujica, Mauricio Rosencof) durante los doce años en los que fueron mantenidos no legalmente presos, sino como rehenes de una de las dictaduras militares más cruentas de latinoamérica entre los años 1972 y 1985.

Y si bien flaco favor le debo estar haciendo a la distribuidora de la película con este texto, hoy no puedo dejar de pensar y analizar, sentado donde estoy sentado todavía un poco aturdido y con la cara hinchada y dolorida por el esfuerzo físico que mi catarsis provocó, en cuáles fueron los detonantes o los causantes de tal arranque del que no me sabía capaz. 

Entiendo que a través de la historia familiar de Matías, mi inminente marido desde hace más de quince años, puedo haberme sentido interpelado. Vimos en pantalla la reproducción de los eventos de la fecha exacta del día en el que él, siendo un recién nacido, quedó separado de sus viejos por casi un año. Vimos en pantalla la matanza brutal del 14 de abril de 1972 que ocurrió en aquella casa de la calle Amazonas en Montevideo de donde se llevaron semi vivo a Fernández Huidobro, y donde minutos antes de ese hito histórico reproducido en la ficción del cine, en la realidad de carne hueso y pólvora había estado mi suegro Jorge, haciendo lo suyo, cumpliendo su rol en esa parte de la historia antes de subirse a un avión y obligado a abandonar Uruguay por más de una década.

Claro que hay algo de eso en ese llanto, pero... creo que la parte más complicada  del por qué, no viene por ahí  -lo bueno de tener casi cuarenta es que uno pasó más tiempo consigo, y a esta altura puedo distinguir mis gatillos sensoriales con mayor exactitud-lo de ayer, tuvo que ver con la emoción de volver a  conectarme en forma concreta con un sentimiento jodido que siempre me perteneció, pero que había tenido abandonado por un tiempo, o que llevaba tiempo sin visitarlo. 

A ver, cómo decirlo sin ser melodramático (soy RE melodramático cuando escribo así en primera persona): básicamente, volví a sentir propio ese Dolor Latinoamericano del que se hablaba en la película. Lo sentí vigente, candente, actual. Lo sentí moderno y resignifcado. Ya no como remembranza de una generación que no viví. Tampoco me lo calcé como el problema de otros, o como un conflicto antiguo, o un asunto demodé. Menos aún, como bandera enarbolada en pos de intereses espurios, por oportunistas políticos coyunturales.

Y ahí empecé a amasar esta sensación de haberme vuelto a encontrar con un camino conceptual importante propio, en medio de tantos estímulos cruzados... un eje real y concreto de ALGO de acá, algo que debería unirme como una baranda trasversal a todo, oblicua, con mucha gente de la cual estoy desconectado por grietas estúpidas, y descubrir desde esa certeza que sin habernos dado cuenta yo y muchos otros de mi misma generación y para abajo, nos fuimos alejando de ese sentimiento tan concreto, tangible y sólido que no deberíamos haber abandonado jamás. 

Sí, eso. Creo que también lloré al entender que por años fuimos terreno fértil para dejarnos hacer pensar de forma sutil en teorías de dos demonios... o por falta de prioridad, pudimos haber llegado a pensar que una lucha como la que llevaban adelante esos tipos, tan grandes, tan humanos, tan cercanos puede ser una lucha mal intencionada. O acartonada. O ligada a intereses partidarios menores, o a una estética determinada que nos vendieron, rodeada de patchouli, o rastas, y a un imaginario que hoy no es ni cool ni aspiracional para todo un aparato real y concreto que sigue manejando el poder posta que nos rodea y mueve todas las cosas.

Esa gente que se veía en la película, Fernández Huidobro, Mujica, Rosencof... es gente formada, elevada que quería cambiar el mundo. Que amaba a su entorno, y a su prójimo, con un amor mucho más elevado y patriota que muchos otros que nos han querido vender. Y quienes los apresaron y los redujeron a la peor de las humillaciones y vejaciones, fue efectivamente gente jodida que intentó detener esas ideas. No puede haber duda, sobre eso. No tenemos que dar lugar a que existan esas dudas o se ponga en equilibrio el terrorismo de estado y a la guerrilla.
Es menester recordar y repetir que los gobiernos dictatoriales de la década de los setentas fueron llevados adelante por gente pequeña, egoísta, limitada. Gente funcional a un poder mayor que es igual de jodido y negativo para un desarrollo lógico de nuestros países.

Esa sensación, ese sentimiento no va a cambiar. No puede. Hay que tenerlo presente y cercano. Hay que apropiarse de él, aggiornarlo, y hacerlo pasar. Que siga cobrando vida de alguna forma, y desde otras perspectivas. A esa mirada que hace falta recuperar, hay que revivirla desde otro espacio y modo, que definitivamente no es la lucha armada. Una posible, desde el lado de los que contamos historias es no dejar que el imaginario social acepte el precepto de que hablar de lo los setenta no es cool, o que es remanido  que miremos para otro lado. No conformarnos con el cuento de que las ideologías ya no existen, y no aceptar sin más que todos los políticos son una mierda.

Hay que recuperar el sentimiento profundo, acercarlo, tunearlo, hacerlo competitivo desde donde pueda pregnar ahora. Compartirlo y laburarlo para evitar que la historia se repita. Porque si no nos mantenemos conectados, actualizados, atentos... no vamos a poder evitar que vuelva a pasar, algún día no muy lejano, lo que Nunca Más tiene que volver a pasar.



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